(Momento en el que Damien Tarel golpea a Emmanuel Macron)
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Hay semanas en las que me cuesta encontrar la noticia perfecta para esta tribuna. Tanto es así que en ocasiones me tengo que conformar con algún tema menor que no desata por completo mi curiosidad. La semana pasada estaba destinada a ser una de esas: el mundo francófono descansaba tranquilo y silencioso, como si el demonio, cansado después de semanas creando crispación y revuelo, necesitase un descanso. Entonces puse la televisión para comer y ¡pam!, de la nada surge un hombre que propina una bofetada al presidente de la República Francesa después de estrecharle amistosamente la mano. Pues ya estaría, me dije en aquel preciso instante, ya tengo la historia para esta semana.
Damien Tarel parece más bien el personaje malvado de un cómic que una persona de carne y hueso con sustancia para pensar en el cerebro. Sin embargo, al menos esta vez, se trata de un varón muy real de 28 años que ha sido condenado a 18 meses de cárcel, de los cuáles pasará 4 entre rejas y 14 en libertad condicional. Su amigo, Arthur C., el que grabó y colgó el vídeo en internet nada más producirse la agresión, todavía no ha sido juzgado.
Los momentos previos a la bofetada están sembrados de incertidumbre. En este tipo de encuentros entre el presidente y la gente corriente, siempre suceden todo tipo de extravagancias. Me viene a la mente la foto aquella que surgió de su viaje a la Isla de San Martín. Un huracán destrozó la isla el año anterior, y todavía se estaban llevando a cabo las labores de reconstrucción. En la imagen, un Macron brillante de sudor, con la camisa pegada al cuerpo por la lluvia torrencial que caía en la calle, habla con un par de jóvenes que no estaban en condiciones de realizar aquel intercambio. Uno de ellos aparece con el torso desnudo y sudoroso, y el otro vestido con una camiseta blanca de tirantes. A parte de la conversación surrealista que tuvieron, se hicieron una foto en la que uno de ellos hace “el dedo del honor”, como le llaman en Francia a levantar el dedo corazón. Marine Le Pen calificó aquella foto de “imperdonable”.
En esta ocasión fue diferente. Hacía sol y buen tiempo en la localidad de Tain-l’Hermitage, al sureste de Francia, en el departamento de Drôme. El presidente venía de dar un discurso sobre el aumento de los apoyos para el negocio de la restauración, que tanto ha sufrido durante el interminable confinamiento francés. Al final de su discurso empezó a divagar y terminó diciendo, en una especie de intuición premonitoria, que “la vida democrática necesita calma y respeto. Y esto, de todos, tanto de los políticos como de los ciudadanos”. «Las oposiciones pueden expresarse libremente. En la calle, en la prensa, en la televisión y, a intervalos regulares, en las urnas. Pero la contrapartida es el fin de la violencia y el odio. Si la violencia y el odio vuelven, socavan la democracia. Así que pido a todo el mundo que sea respetuoso y esté tranquilo», dijo el jefe del Estado francés.
Al salir del acto momentos después, el presidente se acercó a saludar a los ciudadanos reunidos en el exterior del evento. Entre ellos consiguió colarse un tal Damien Tarel que, según sus declaraciones posteriores, dijo no haber “venido en absoluto con ese espíritu” de abofetear al presidente. Durante el juicio alegó que “todo lo que había considerado” con su amigo Arthur C. era “hacer algo significativo”. Estaban barajando diferentes opciones, como llevar chalecos amarillos o una bandera francesa, pero eso significaba arriesgarse a ser detenido. También habían pensado en lanzarle un huevo o una tarta de crema, pero un amigo le había advertido que el huevo “podía ser peligroso”, así que desistieron de la idea.
Por lo tanto, se presentó allí sin un plan claro de lo que hacer, pero sabiendo que tenía que hacer algo. Se fue introduciendo entre la multitud hacia las filas delanteras, ante la mirada atenta de la policía, hasta encontrarse junto a la valla de seguridad, con Macron sonriendo y dándole la mano. “Vi su mirada, bastante simpática y mentirosa, que quería convertirme en un potencial votante, y me llené de asco”. Entonces vino la bofetada, bravuconada que le ha costado la cárcel y un futuro incierto. “Mi reacción fue un poco impulsiva y violenta, pero creo que las palabras habrían tenido menos impacto”, dice Damien Tarel, de pie en su palco durante el juicio, quizás consciente de la ironía de sus palabras.
El ataque fue condenado por todos. Políticos y medios de comunicación salieron a defender al presidente y, sobre todo, a la democracia basada en el respeto mutuo en el intercambio de opiniones. Jean-Luc Melenchón, el líder de la izquierda, dijo: “Me solidarizo con el presidente”. Marine Le Pen dijo que “es inadmisible atacar a responsables políticos, pero aún más al presidente de la República, porque es el presidente de la República”. Macron, el abofeteado, víctima de la violencia que trata de combatir, se hizo el duro y declaró momentos después del ataque al diario regional Le Dauphiné que “Todo va bien. No permitamos que estos hechos aislados se apropien del debate público, porque no lo merecen”. Pese al ataque y al clima general de violencia, su estrategia de “tomar el pulso al país” y dialogar con los franceses, sigue en marcha.
En esos momentos de estrés, tensión, muchedumbre, ánimos caldeados y gente muerta de ganas por estrechar la mano del presidente, surge Macron en toda su animalidad, su ímpetu, su valentía y su envite. Siempre adelante, siempre sonriendo y saludando, siempre respondiendo a los que le insultan y a los que protestan, dando consejos, educando, cuidando; en fin, amando y sufriendo por el amor que siente por aquellos que le han elevado por encima del hombre común. Lo mínimo que puede hacer es saludar agradecido y condescendiente mientras recorre los caminos de tierra y cemento de su querida patria.
Daniel Alonso Viña
Publicado el 14 de junio en LawyerPress