Por Daniel Alonso Viña
Escribo esta tribuna el 14 de julio, día de fiesta nacional en Francia en el que se conmemora el asalto a la Bastilla, el comienzo de la Revolución Francesa y la 5ª República. En París este día se celebra con el despliegue del ejército, cuyos militares marchaban sin mascarilla (estaban todos vacunados) rodeados de tanques, todoterrenos y caballos por la ancha vereda de los Campos Elíseos. El año pasado, el desfile tuvo que cancelarse debido a la situación sanitaria; este año, Macron dice que ya no puede seguir haciendo esperar a los franceses y trata con este acto de expresar eso mismo, que él y sus conciudadanos van con paso firme hacia el renacimiento francés.
Una semana después, su intento de mirar hacia el futuro se vio de nuevo frustrado por el adversario político más duro que ha tenido que enfrentar en toda su carrera: el covid-19. Pese a tener al 54% de la población con al menos una dosis de la vacuna, los casos aumentan y el fantasma de un nuevo confinamiento le ha hecho olvidar sus planes de reforma y transformación del país, obligándole a centrarse en el presente, esa cosa que cuando se trata de asuntos importantes y en peligro, insiste con la tenacidad suicida de un mosquito que no permite dormir al cansado en medio de la noche (y por tanto tampoco le permite soñar, que es cuando nos imaginamos el futuro).
A nueve meses del escrutinio presidencial, Macron pisa el freno y tramita restricciones que no han gustado a la población. Para los que quieran aventurarse por encima de los pirineos este verano, dos fechas clave a tener en cuenta: el 21 de julio y el 1 de agosto. Desde el 21 de julio será necesario el pase sanitario para acceder a “locales de ocio y cultura” a los que acudan más de 50 personas de 12 años o más. Desde el 1 de agosto, esta norma se extenderá a todo tipo de establecimientos públicos y comerciales: cafeterías, restaurantes, centros comerciales, transportes comunitarios y establecimientos médicos; con el coste que ello supone para todos estos. En definitiva, los extranjeros no vacunados que vengan de vacaciones a Francia a partir de agosto tendrán que hacerse un test de antígenos cada 48 horas si quieren visitar con cierta libertad la ciudad, comer en sus restaurantes y recorrer sus infinitos museos.
Desde hace unos días me domina un sentimiento diferente a los que me han ido persiguiendo a lo largo de esta pandemia. Tras mucha deliberación he decidido llamarlo rabia, pero también podrían ser ganas de rebeldía, un poco de cansancio, otro tanto de frustración y una pizca siempre necesaria de ansiedad y estrés. El hastío y la apatía se han transmutado dentro de mí hasta devenir en rabia, una rabia tensa y fina como el nylon y afilada como la hoja de una catana. A veces siento que estamos en una situación análoga a la del niño al que pegan en el colegio sin cesar, día tras día hasta que el niño hace una de dos cosas. O bien se rebela hasta que consigue salir de su miserable situación, o se somete y deja su vida a la voluntad completa del agresor: si me está pegando, será por alguna razón que yo no conozco y no puedo conocer y que justifica mi sufrimiento. La rebelión, si se produce, puede darse de dos formas: como huida o como enfrentamiento. Es decir, el niño o deja de ir a clase y huye del problema o se enfrenta al agresor y le muestra una y otra vez que, aunque el otro sea más fuerte, la agresión no le sale gratis. En este caso, que no deja de ser el más atípico, el niño se enfrenta al monstruo hasta que este acaba por admitir su valía y le deja en paz.
Con este ejemplo repentino y dudosamente útil no estoy proclamando la necesidad moral de rebelarse contra el sistema, sino más bien que debemos estar alerta y no permitirlo todo, y protestar aunque parezca inútil. Porque la lucha no vence al agresor, pero al menos le frena en su carrera hacia el poder absoluto, y eso ya es mucho decir y es sin duda suficiente como para engrandecer a la persona y permitir que esta se sienta digna de la propia vida como individuo social cuya libertad está terriblemente anclada a lo mucho que siente que está haciendo lo que le da la gana. Quizás se debe a mi edad, pero no puedo evitar sentir que cada vez hago menos lo que me da la gana, y eso me causa un estupor, una rabia y unas ganas de rebelarme que acaban aflorando hasta en un artículo sobre el aumento de las restricciones en Francia.
Publicado en París a Juicio/LawyerPress
el 19 de julio de 2021